A MEDIA PÁGINA #3: LIBÉLULA DE LUZ
Escapar de la ciudad para huir de nosotrxs mismxs. Nuevo texto de Santiago Ruartes y Hernán Cuello.
Libélula de luz
Todo se veía perfecto desde ese lugar, no importaba la estación del año o el tiempo. En ese punto terminaba la ciudad y empezaba a marcarse un camino rústico que llevaba al cerro, a partir de ahí todo cambiaba, no importaba el trabajo, el estudio o los sueños que tenía. Estaba lista para emprender la aventura del año, era el ritual habitué desde hacía ocho años, cuando me mudé por trabajo.
Pude ver a dos libélulas que danzaban en el aire, y que por el sol parecían tener brillo propio, en ese lugar era normal ver insectos de todo tipo, aunque consideraba a las libélulas de buena suerte ya que no se veían a menudo.
Me até el pelo, ajusté los cordones y decidí adentrarme. Los caminos eran difusos, bifurcaban constantemente y perderse era fácil después de unos veinte minutos de caminata. Llevaba poco encima, la bolsa de dormir, comida para ese día y una linterna, aunque parezca poco, es todo lo necesitaba para pasar una noche en el cerro.
El lugar estaba minado de un pasto frondoso, que se mezclaba con diferentes flores amarillas. No faltaba mucho para la noche y ya tenía un par de horas caminando, era tiempo de encontrar lugar para acampar. En los últimos años no dormía mucho tiempo cuando se venía la noche, lo hacía en periodos cortos. También suelo tener compañía en estos viajes, algún búho que se mezcla con los árboles y una vez llegué a ver como un zorro me espiaba sentado a unos cinco metros de donde estaba acostada, como si me encontrara descolocada.
Empezó a caer la noche y me vi en un lugar cerca del arroyo. El pasto era lo suficientemente acolchado como para tirar la bolsa de dormir, había tres sapos muy grandes que croaban como un coro gospel de iglesia negra. Encendí la linterna para verificar que no haya piedras o algún habitante no deseado, pedí permiso a los dioses naturales y les dije que si hoy me cuidaban iba a volver todos los años al mismo lugar.
Una especie de reinicio mental y físico que me permite dar comienzo a mi año por más que sea abril, acomodo mis brazos detrás de mí nuca y veo el mar de estrellas que colapsan frente a mí, me hace pensar en la pequeñez que somos, en lo inmenso e incontable que es nuestro ¿nuestro? Universo. Esa maldita manía de querer poseer todo.
Las libélulas regresan como jugando en el aire, las veo volar y se posan frente a mí, me pierdo en las dos luces que emanan, son muy raras, una mezcla de libélulas con bichitos de luz.
Flexiono mis piernas y se descansan una en cada rodilla, pareciera que, en su idioma, hablan sobre mí, sobre la fragilidad de la paz y cuanto me cuesta llegar a ese estado. Sé que me escapo de la ciudad pero en realidad lo hago de mi misma y me parece, en este instante efímero, encontrar lo que estoy buscando. Poder respirar sin entrecortar, sonreír sola y darme cuenta de que lo realmente necesario tiene que ver conmigo misma y con las personas que puedo tocar.
Las dos hacen un vuelo desgarbado y fugaz para regresar cada una a mis rodillas, siento el aire denso y una leve brisa de recuerdos me acaricia la cara, creo que mi madre está conmigo haciéndome una infusión al llegar de la escuela, corro a los brazos de mi padre para recibirlo cansado del trabajo ¿Cuándo o a quién volví a abrazar de esa manera?
La luna, con toda su luz, estalla en mis manos, las luciérnagas parecieran que brillan con pequeños soles entre sus pechos. Quiero paz para siempre, quiero paz de cementerio sin el inconveniente que supone morir.
Deseo volver a abrazar a alguien con la dicotomía de retenerlo contra el pecho para siempre y darle empuje para que vuele y desde el aire sonría con un saludo.
Terminé de esbozar mi deseo y las dos libélulas alzaron en vuelo, se hicieron una y entraron en mi boca. Me dormí con la calma que surge después de un llanto profundo, soñé un hermoso embarazo.
Por Hernán Cuello y Santiago Ruartes.